Acorde número diez es el nombre de esta composición que empezó siendo banda sonora de una pieza de igual título. En aquella pieza se trataba de una performance, un vídeo y una documentación dispersa. Habló de 1998 y entonces ya repudiaba el sentido policial que tiene la palabra archivo. El gag principal consistía en colgar un ahorcada del DIU gigante que, como escultura pública, el artista vasco Juan Luis Moraza había instalado en el hall del edificio de la Hacienda Foral de Álava. Las intenciones eran claras y meridianas: Moraza pretendía señalar lo improductivo que es el dinero público administrado como capital, además, para más inri, en nombre del mismo pueblo que paga sus impuestos. Al colgar allí a alguien, el ahorcado –estaba en una larga serie de ahorcados- quería subrayar ese discurso, obviamente, pero también hacerlo aún más complejo si eso cabe en un trabajo rico y espeso como el de Moraza. Su pieza, se llamaba Lilith, efectivamente. Pues bien, aquí, con mi colgado, se recurría también al mito. Por un lado, el balanceo en espiral del horquillado seguía el dibujo de la cadena de ADN que el escultor había insinuado. DIU frente a ADN parecía un buen combate científico. Y claro, todos los ahorcados mueren empalmados y así era, efectivamente, nuestro bailongo –ahorcamos al bailarín y especialista César Arroyo, al que todavía le agradezco el sufrimiento de aquellos días– no sólo se empalmaba sino que se corría vivo, si puede decirse así, y su semen acababa goteando en el centro de la sala. En efecto, había una posibilidad de reproducción, al menos habíamos sido capaces de producir un coito y, ahora, a ver que pasaba.
Si cuento todo esto es por entender esa posibilidad, esa potencia. Los que trabajamos en la trama del arte, una trama institucional y capitalista donde museo y banco son parejos, los que laboramos en esto, repito, sabemos de lo poco fértil, ingratos gestos, despliegues de cosas y casos aquí y allá y, sin embargo, sin ser capaces de nada, aún se admite la potencia. Podríamos. La misma Lilith, en fin, contradiciendo al mito, no podemos decir que no ha tenido descendencia. Bendita y maldita descendencia. Toda danza es una revolución y toda danza es a la vez danza de la muerte. Por eso el gesto, la espiral, la ironía y el aprendizaje de la ciencia –digo esto ahora que parece que los científicos se van hacer los dueños del mundo, con o sin pandemia–, la voluptuosidad del gesto tenía su importancia. Lo dejábamos ahí, la semilla en el óvulo, bajo la sombra del dispositivo intrauterino, sobre un zapato lechoso, ahí, como posibilidad, como potencia.
De alguna manera, esta pequeña composición, ha arrastrado esa potencia, al menos, así quisiera pensarlo. Se trataba de una pieza electrónica que estiraba tres segundos del tema “En el puente Nicoba”, de El Niño Miguel, un guitarrista impresionante al que la heroína frustró su carrera. Miguel de la Vega Cruz fue un guitarrista gitano al que Paco de Lucía admiraba, y que sólo dos discos marcó a toda una generación de tocaores flamencos. Cómo digo, tres segundos del principio y tres segundos del final se estiraban electrónicamente hasta el límite, es decir, hasta que consideraba que se perdía su carácter y ahí se paraba el procesador digital. Las piezas se empalman una y otra vez estableciendo dos secuencias indiferentes. La textura muchas veces recuerda la del contrabajo pues en esos segundos podemos apreciar bien la cuerda y la madera, tan materiales, que el toque flamenco suele arrastrar. Este “Acorde número diez” fue editado en 1999 como CD que acompañaba la publicación El fantasma y el esqueleto que realicé para Arteleku en ese mismo año. Pues bien, diez años después Israel Galván escucho la pieza sin identificar su procedencia y la puso de cortinilla musical en su página web. Allí la escuchó Paco de Lucía que se la descubrió como soleá, “Israel, que pedazo de soleá rara te has marcao”. Israel me llamó por teléfono, “pero, entonces, quillo, eso es una soleá”. El oído fino de Paco de Lucía había detectado la marca de origen, el ADN de la composición. A la vez, Proyecto Lorca, un ensemble de música contemporánea realizaba esta pieza en sus conciertos y en esa versión pasó también al repertorio de Galván en trabajos memorables como “El final de este estado de cosas”, “LO REAL-LE RÉEL-THE REAL” o “Fla Co Men”. La pieza se grabó de miles de maneras y fue tocada en piano y en distintas formaciones musicales. Es un soniquete raro que sirve de marcha –así acompaña, como fanfarria de caminata, a distintas manifestaciones políticas– pero también, gracias a que la pieza está en playlist libres de derechos, de colchón musical, de música para ascensores –un hospital sevillano la usaba de fondo musical para pacientes COVID19– que diría Brian Eno.
Yo vi tocar al Niño Miguel poco antes de morir. Algunos guitarristas habían logrado recuperarlo y aún se encontraba en forma. En aquel concierto se habló de su vida yonqui y como era capaz de sacarle acordes a un palo y dos cuerdas. El sino de su vida paria, como gitano entregado por voluntad a la heroína, su dimensión biopolítica, se hacían evidentes ante un auditorio curioso y aficionado que, más allá de condescendencia y paternalismos, era capaz de apreciar al maestro. “Cuando el dato natural es capaz de presentarse como objetivo político”, creo que decía un post, citando a Agamben, que colgaba en la pieza. Todo el rato, de forma egoísta, esperaba que sonara “En el puente Nicoba”, como un deseo secreto. Y sonó la soleá, pero con una introducción distinta sin golpear ya la madera y sin el desencadenado rizo del final, es decir, sin los vestigios con que yo había querido comprender la vida del Niño Miguel, una vida donde está todo por igual, ser gitano, flamenco y heroinómano, todo un retrato político. En cierto sentido, para desarmar al totalitarismo que viene –lo que Agamben comentaba tenía que ver con la génesis del nazismo– será necesario reconsiderar esos vínculos biológicos que deducen de nuestras vidas una política.
En fin, de toda aquella labor –la pieza “Acorde número diez” actualmente pertenece a la colección de Artium en Vitoria-Gasteiz, donde el vídeo y las fotografías y textos que le acompañaban siguen bajo custodia–, que fue un ingente trabajo de producción, inserto en un proyecto de larga envergadura con talleres, mediaciones –hasta participaron, bajo el mismo árbol, Agustín García Calvo y Giorgio Agamben–, exposiciones, publicaciones, etc., ya digo, de todo aquel esfuerzo que duró casi dos años, nueve meses en la carretera y el resto del tiempo ocupado por esta totalidad, de todo aquello, resulta que, por momentos, lo único que recuerdo son estos acordes del “Acorde número diez”. Y sí, pienso que, por una vez, la traza fue acertada, el vehículo, aquel lugar, una cierta forma de entender lo que podría ser, lo que sigue ahí, la potencia.
– Pedro G. Romero
Contributo di
Pedro G. Romero